Cuentan que Edmond Rostand murió cuando nació Cyrano de Bergerac, la obra que le inmortalizo. Nunca pudo superarse, ni superar a su espadachín narigudo. Rostand era tímido y apocado, con dificultad para superar las pequeñas adversidades y los grandes tropiezos de la vida cotidiana. Su criatura era un ser extraordinario, dotado de un ingenio sin parangón, un espadachín que se había batido contra cien hombres y había conquistado en la sombra el corazon de su amada Roxanna. Planteemos el problema de Cyrano a la inversa: que hubiese sido de el sin la nariz que tanto aborrecía, ¿Que hubiese sido de su ingenio sin su dolor?. Nunca infravalores una gran nariz, porque a saber hasta donde habrá podido llevar a su dueño…
En su obra Bergerac nos hace plantearnos el papel de aquellos que actúan tras las bambalinas, la cantidad de desconocidos que son necesarios para encumbrar a un coloso, y que como decía aquel, somos enanos a hombros de gigantes.
Lo que no se ve es inmensamente grande, lo que se ve es infinitamente pequeño.
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