Mary Wollstonecraft Shelley fue la autora de la novela Frankenstein o el moderno Prometeo”. La escritora tuvo en su infancia los mejores cuidados y cursó la mejor educación posible de la época destacando como una persona realmente perseverante en materia de estudio. Al tiempo, encontró una pareja con la que sentía realmente completa, pero su padre desaprobaba esa relación; como resultado al hecho de querer ser ella misma, y no continuar como hasta entonces bajo el amparo de los ideales familiares, se encontró con el rechazo paterno. En su novela, Mary llevó a cabo la idea de construir  un ser maravilloso que, a base de las mejores piezas de grandes personajes, pudiese llegar a cobrar vida, una vida perfecta, hecha a medida. El problema que finalmente resultó es que esa vida tan deseada termina siendo monstruosa e inadaptada.

Frankenstein, la niña y el monstruo

Usualmente nosotros deseamos no hacer determinadas cosas (como temblar, enrojecernos o quedarnos en blanco) a la par que nos exigimos poseer un montón de rasgos que nos gustan de los demás, es decir, tendemos a buscar esas partes perfectas de los demás para poder llegar a configurarnos como el personaje de Mary W. Shelley. Competimos y nos comparamos en nuestra totalidad con potencialidades concretas de los otros, lo que hace que siempre perdamos y terminemos rechazándonos, anulados. De esta forma, podemos descubrirnos pensando “Me gustaría tener el sentido del humor de Luis” cuando estamos en su presencia, o si estamos hablando con Marisa “me encantaría tener su espontaneidad”, porque estamos pendientes de sus características de forma única, en la que parecen destacar. Así que el resultado que desarrollamos bajo esta perspectiva es el de necesitar poseer esas características para poder relacionarnos con “normalidad”, pero no nos engañemos, puesto que haciendo eso estamos sobreestimando la “normalidad”; creemos que si no sudásemos, o no temblásemos, o no nos ruborizásemos (cualidades que valoramos que nos definen en toda nuestra totalidad)… entonces sí que nos relacionaríamos de forma “normal”. Y en realidad bajo este prisma lo único que conseguimos es creer más en una quimera, que en una realidad. Nos parece que los normales no es que tengan miedo, sino que se asustan simplemente, utilizando diferente rasero para el mundo del que usamos para nosotros mismos. De tal manera que la imagen del “normal” encierra en muchas ocasiones algo menos normal de lo que nos imaginamos; sopesemos que lo normal es a veces un poco monstruoso.

Dicho esto, quizás nos invada una especie de desazón y pensemos, “Pero entonces, ¿porqué me pasa esto?”. Pues bien, si intentamos no responder a esa pregunta e ir más allá, sopesamos que cuando hacemos ese tipo de preguntas realmente no queremos saber el porqué, sino que más bien, en última instancia lo que queremos decir es que esto no lo deberíamos tener, siendo algo que no debería pasar.